Incompletitud
Allí estábamos los tres, el matemático, el imbécil y yo. Parecía difícil, pero ahí estábamos tres personas que no se parecen en nada. Quizás el matemático y yo nos asemejamos en algo, aunque solo sea en la búsqueda de la verdad. Verdad que habría que haber puesto en cuarentena, al menos en lo que se refiere a la definición de hombre, pues me parece imposible que una persona como el imbécil, pueda ser eso, persona. Porque más bien habría que incluirle los organismos unicelulares, pues a bien seguro su cuerpo solo se compone de una célula, la imbecilidad.
Jorge hacía años que me había propuesto, un debate sobre el “teorema de la incompletitud” de Gödel, el cual, en síntesis, querido lector decía que, si se utilizan métodos de razonamiento seguros y confiables, métodos a prueba de error, entonces es inevitable que existan problemas matemáticos que nunca podrán ser resueltos, es decir, siempre habrá problemas matemáticos cuya solución estará fuera del alcance de esos métodos.
Allí estábamos los tres, encerrados en una casa en medio de la nada de Castilla. Solo al imbécil se le hubiera ocurrido un lugar más apartado del mundo para poder comprender el mundo; sin embargo, he de reconocer que no todo fue malo en aquel organismo unicelular, pues la panceta asada que nos preparó superaba con creces a cualquiera que pudiera prepararse en cualquier restaurante.
—Comed panceta, que eso ayuda a las neuronas. – Insistía machaconamente.
Mi respuesta era siempre la misma: - a ti no te hace falta, solo tienes una. Y a pesar de ello, yo no dejaba de saborear aquel delicioso manjar.
Jorge, nos había dicho que cada vez estaba más decaído, había tenido una fe ciega en las matemáticas, renegando de las tesis de Gödel, y ahora se estaba preguntado si todo aquello que él veía como una verdad irrefutable, no era más que conjeturas, que en el caso de hallar un contraejemplo de un solo caso en el que la conjetura no se diese, la conjetura sería falsa.
—Quizás estés equivocado.
—¿Por qué? —Me dijo.
—Das un poder infinito a la capacidad de raciocinio.
—Sí, pero ésta, bien sabes que no tiene límites. Solo falta encontrar la clave, para que no haya que hacer sucesivas comprobaciones que nos lleven a una certeza matemática.
—Bien sabes lo que opino yo de las matemáticas. -Le dije.
—Claro, claro, vosotros los meapilas, lo arregláis todo con el de arriba.
—He preguntado a un vecino, sobre qué se podía ver en el pueblo y me ha dicho una historia increíble, sobre una cueva que hay en la sierra. ¿Vamos mañana? – Dijo el imbécil.
Ambos obviamos la propuesta de Alonso, que así es como se llama esa bacteria.
Cogí un trozo de panceta de la parrilla y la introduje en el pan. Ello me llevó a reflexionar con dos seres que antes estaban vivos, uno animal y otro vegetal, y en aquel momento iba a disfrutar de su incomparable sabor.
—No soy un meapilas. Lo que pasa es que los que no tenéis argumentos, refutáis los de los demás con insultos.
—¿Es verdad que a los que os llaman así, es porque os orinasteis en la pila bautismal?
Miré a Jorge queriéndole decir el motivo de por qué había invitado a semejante imperfección de la naturaleza a aquella casa.
—No te preocupes, Alonso nos dará la solución. Así lo creo.
—Ah, está bien, así lo crees. Resulta que ahora también tienes creencias.
—Gödel, en su primer teorema dice que, dado cualquier conjunto de axiomas para la aritmética, siempre habrá un enunciado aritmético verdadero que es indemostrable a partir de ellos.
—Ese referente, indemostrable que buscas tú, yo sé lo que es. - Le respondí, mientras me preguntaba si Jorge, había querido a propósito llevar a la reunión a dos imbéciles: Alonso por la simpleza de su materia y yo por la simpleza de mi espíritu. Comencé a dudar sobre las intenciones verdaderas que tenía aquel matemático, sobre una persona como yo, que veía en las matemáticas, a lo sumo una teoría ficticia de interpretación de la realidad, y nunca una ciencia.
Al día siguiente, los tres estábamos frente a aquella cueva que Alonso había propuesto visitar.
—Dicen que quien entra ahí, no vuelve a salir. En ella están vagando los espíritus de aquellos que osaron entrar. – Dijo el imbécil.
Ni el matemático ni yo hicimos caso a aquellas creencias infundadas.
—Tal vez haya una sima de la que no sea posible retornar. – Dijo Jorge, a la vez que me alargaba la cuerda para que lo sujetase, mientras procedía a realizar el primer descenso.
Después el imbécil, sujetó la mía, quedándose él fuera de la cueva.
Una vez adentro pudimos ver las estalactitas que en el suelo habían producido las gotas de agua calcificada que caía desde la parte superior. Alonso había encendido una hoguera en la puerta de la cueva, su resplandor llegaba hasta más o menos la mitad de donde estábamos. Desde allí podíamos intuir que estaba preparando panceta, por lo que ante ausencia de otros vestigios que la oscuridad y las estalactitas, decidimos salir al exterior.
—¿Cuántos esqueletos habéis visto? —Dijo Alonso.
Ninguno le respondí yo, mientras él torcía el gesto a modo de decepción.
—Por fin lo hallé. —Dijo Jorge.
—¿El qué? —Dije yo.
—El problema de la incompletitud, hay que desarrollarlo fuera de nuestra mente.
—¿Dónde?
—Aquí fuera, con Alonso. Su simpleza me ha hecho advertir que era más que cualquier desarrollo mental, pues él es real y en la oscuridad de la cueva no hemos encontrado nada.
—¿Y yo, para que te he servido?
—Tú sabes que afuera hay algo más, tú lo llamas Dios y yo infinito. Pero bien has de saber, que el infinito siempre es en potencia, nunca en acto. —Me dijo a modo de síntesis de su incompletitud.