La laguna
El impacto de una piedra sobre la laguna helada, constituía el principio de nuestra diversión. Si rebotaba podíamos lanzarnos a patinar sobre ella. Los niveles de adrenalina subían con el sentimiento de dominación de sus aguas. Si no hubiera sido por el hielo, no habríamos osado a adentrarnos en ella. Sabíamos que en su interior se ocultaba algo terrible y a la vez desconocido. Teníamos la certeza de que si el hielo se rompía no regresaríamos con vida. Su fango nos atraparía y allí quedaríamos sepultados. Tal era nuestro temor que en otra estación que no fuera el invierno, tan sólo nos acercábamos hasta el borde; para lo cual teníamos que cruzar por el agujero que habíamos hecho en la valla que la rodeaba, tapándolo después con ramas secas.
Una noche de enero, un grupo de cinco amigos hicimos apuestas sobre quién tenía valor de adentrarse en la laguna. Ricardo y yo fuimos los únicos que se atrevieron a realizar tan temerosa hazaña. Lo habíamos hecho a plena luz del día, pero nunca de noche.
El reflejo de la luna llena se extendía sobre la laguna, dándole una apariencia todavía más misteriosa. Fui yo quien lancé la primera piedra.
—Está duro. —Le dije a Ricardo.
Con suavidad pisamos en la orilla. Resistía nuestro peso, no así nuestros temores inconfesables. Ambos nos recordábamos que los demás eran unas gallinas por no haber querido ir a la laguna. Caminamos despacio hasta el centro. Algo se movió bajo el hielo, el temblor hizo que éste se resquebrajara de una a otra orilla formando una línea zigzagueante. Nuestro cuerpo se quedó paralizado. No recuerdo el tiempo que pudimos estar agarrados los dos. Tan solo podía sentir un sudor frío que recorría mi cuerpo. Lo cual hizo que con largas zancadas huyéramos hasta la orilla. No paramos de correr hasta la plaza del pueblo. Nuestros rostros hablaban por sí solos, el resto de los amigos no preguntó nada. Ellos habían sido más cobardes.
Aquella laguna sin nombre, ha vuelto hoy a los recuerdos de mi infancia. Ahora ya no hay monstruos en su interior, sino carpas gigantes alimentadas por un turismo que se autodenomina ecologista. Me quedo con mi monstruo bajo el hielo.
El impacto de una piedra sobre la laguna helada, constituía el principio de nuestra diversión. Si rebotaba podíamos lanzarnos a patinar sobre ella. Los niveles de adrenalina subían con el sentimiento de dominación de sus aguas. Si no hubiera sido por el hielo, no habríamos osado a adentrarnos en ella. Sabíamos que en su interior se ocultaba algo terrible y a la vez desconocido. Teníamos la certeza de que si el hielo se rompía no regresaríamos con vida. Su fango nos atraparía y allí quedaríamos sepultados. Tal era nuestro temor que en otra estación que no fuera el invierno, tan sólo nos acercábamos hasta el borde; para lo cual teníamos que cruzar por el agujero que habíamos hecho en la valla que la rodeaba, tapándolo después con ramas secas.
Una noche de enero, un grupo de cinco amigos hicimos apuestas sobre quién tenía valor de adentrarse en la laguna. Ricardo y yo fuimos los únicos que se atrevieron a realizar tan temerosa hazaña. Lo habíamos hecho a plena luz del día, pero nunca de noche.
El reflejo de la luna llena se extendía sobre la laguna, dándole una apariencia todavía más misteriosa. Fui yo quien lancé la primera piedra.
—Está duro. —Le dije a Ricardo.
Con suavidad pisamos en la orilla. Resistía nuestro peso, no así nuestros temores inconfesables. Ambos nos recordábamos que los demás eran unas gallinas por no haber querido ir a la laguna. Caminamos despacio hasta el centro. Algo se movió bajo el hielo, el temblor hizo que éste se resquebrajara de una a otra orilla formando una línea zigzagueante. Nuestro cuerpo se quedó paralizado. No recuerdo el tiempo que pudimos estar agarrados los dos. Tan solo podía sentir un sudor frío que recorría mi cuerpo. Lo cual hizo que con largas zancadas huyéramos hasta la orilla. No paramos de correr hasta la plaza del pueblo. Nuestros rostros hablaban por sí solos, el resto de los amigos no preguntó nada. Ellos habían sido más cobardes.
Aquella laguna sin nombre, ha vuelto hoy a los recuerdos de mi infancia. Ahora ya no hay monstruos en su interior, sino carpas gigantes alimentadas por un turismo que se autodenomina ecologista. Me quedo con mi monstruo bajo el hielo.