Nueva vida
Aquella tarde de jueves no se diferenciaba a la de otros días de entresemana, el Sampaio estaba casi vacío. Lucas al otro lado de la barra miraba sin objetivo concreto las aplicaciones de su teléfono móvil. Solo había dos clientes: un hombre de unos cuarenta años al fondo de la barra, tenía en su mano izquierda un tercio de cerveza, mientras que con la derecha desprendía lentamente la parte blanca de la etiqueta. En una mesa estaba sentado un joven de no más de veinte años, tocaba con su dedo índice un cubito de hielo, con la mirada clavada en la puerta. Era una rutinaria tarde de jueves, al menos eso es lo que pensó Carlos cuando entró en el bar. Lo hacía regularmente todos los días del año, desde que decidió instalarse en aquella ciudad el ocho de enero de dos mil catorce.
Pasadas las fiestas de navidad, y con el advenimiento del nuevo año, quiso empezar una nueva vida y olvidar por completo su pasado.
Había leído en un libro de psiquiatría que el presente ya es pasado, no quería volver la vista a atrás, no quería recordar su frenética vida viajando de un lado al otro del mundo. Simplemente quería vivir una vida rutinaria. En su vida pasada había sido inteligente y audaz, pero a la vez temerario. Había reflexionado una y otra vez sobre el vacío existencial que produce tenerlo todo, llegar al culmen que cualquier ser humano soñase: dinero, mujeres, viajes, reconocimientos; y sin embargo no era feliz. Añoraba a aquella gente anónima que diariamente hacía lo mismo y con la misma gente. Quería tener, simplemente, una vida anodina. En aquella ciudad, nadie le conocía. Sería un simple peón de un tablero de ajedrez, la partida sería para el rey. El puesto en la cadena de montaje de la fábrica, le permitía trabajar únicamente en turno de mañana. Las tardes libres, para tomar su coronita en el Sampaio, y después sentarse a ver la televisión. Rutina, la de la cerveza, que no se perdía, aunque fuese fin de semana. El bar estaba situado en el centro turístico de la ciudad. No solía tener clientes fijos. Lo que le aseguraba evitar hacer amistad con nadie, incluido a Lucas, el camarero, a pesar de la insistencia de éste.
Carlos no reparó en el joven de la entrada. Lucas dejó el teléfono móvil en una estantería y como un acto reflejo su mano se dirigió a la cámara y sacó una Coronita.
—Buenas tardes, Lucas.
—Hola Carlos y bajando el tono de voz le dijo ¿conoces al chico de la mesa?
Carlos giró la cabeza y con un gesto negó.
—Ha preguntado si conocía a un tal Carlos Arrizabaleta, y como yo de ti no sé más que el nombre y poco más, le he dicho que no.
Hacía casi tres años que Carlos no había oído pronunciar el apellido Arrizabaleta. Desde que tomó la decisión de cambiar a una nueva vida optó por ponerse los apellidos de su madre: Fernández Sánchez.
—No, no le conozco de nada. Además, yo me apellido Fernández.
—Lleva ahí sentado una hora.
—¿Y a mí qué? —Dijo Carlos, mientras que su mano temblorosa agarraba el botellín.
El chico joven miró hacia la barra y en un esfuerzo mental intentó rejuvenecerlo veinte años, y aunque Carlos le daba la espalda, había visto perfectamente su cara al entrar. Tenía los mismos ojos marrones y nariz aguileña. No había duda, era el que le había mostrado su madre en la fotografía.
—Mi madre tiene, esto para usted. —Dijo el joven, con acento mejicano, mientras le entregaba un sobre cerrado.
—¿Te conozco de algo?
—No, a mí no, pero por favor coja el sobre. —Dijo el joven mientras se dirigía a su mesa, para recoger su abrigo y salir del bar.