Peter
Peter ya se había acostumbrado a vivir con el rayo de luz que se colaba a través de la parte alta de la persiana. Tanteando en un armario de la cocina, encontró latas de comida. El único ruido que le estaba permitido hacer se limitaba a dos horas diarias, en las que su vecino del piso inferior salía de casa. Siempre a las 10,30 para regresar a las 11,30. Nadie le llamaba por teléfono. Por los saludos de la vecina, sabía que se llamaba Joaquín. —Buenos días Joaquín, ¿qué tal te encuentras hoy? Peter adivinaba que respondía siempre con un gesto, nunca pudo oír su voz. Se preparaba la comida y llegaba el silencio, hasta la una de la madrugada, hora en la que a intervalos comenzaba a oírse el teclado de un ordenador, hasta las 7 de la mañana. Este silencio sepulcral estaba haciendo mella en el ánimo de Peter. Añoraba una familia numerosa, que con su bullicio le permitiera a él poderse mover. Su única esperanza era que algún día, cuando todo se hubiera calmado, le sacaran de allí. Sabía que había hecho bien su trabajo. Aquí debe pagar todo el mundo. —Se decía constantemente, para justificar su acción.
Tan solo se había permitido una licencia, que no estaba prevista, pasar por un piso franco y coger unas llaves y una dirección de otra ciudad, allí creía que podía estar seguro.
En la penumbra quedaba iluminada una fotografía de una mujer, debía tener unos treinta años, estaba sola en la mesa de un bar, sobre ella había una taza de café, un bolígrafo y un cuaderno en el que había algo escrito que no se podía descifrar. Cogió la foto y la acercó a la ventana. Observó la cicatriz que aquella mujer tenía en el cuello, el parecido con la anciana que acababa de asesinar, le hizo palidecer. No puede ser la misma. Soltó la fotografía. En el pasillo se oía a dos vecinas hablar.
—Te has enterado que la vecina del quinto ha aparecido degollada en su casa de la playa.
—¡Qué dices!
—Lo han dicho en la panadería.
—¿Quién se quedará con la casa?
—Supongo que el ayuntamiento, no tenía familiares.
Peter dio un respiro, aún tenía tiempo de salir de allí. ¡Si al menos pudiera conectar el teléfono móvil! Tras dudar un momento, lo puso en funcionamiento y envió un mensaje.
Inmediatamente pudo oír, como su vecino fuera del horario habitual, se había puesto a escribir. Media hora después, la puerta de aquel piso se vino abajo, ruidos y una pistola apuntándole y una bota en su cuello, le hicieron ver que su fin había llegado.
Uno de los hombres levantó la persiana, entonces sí pudo ver con claridad aquella fotografía. Sabía que compartiría el mismo fin que aquella mujer. Le pusieron una capucha y mientras era arrastrado por la escalera, oyó como daban las gracias a su vecino. Éste no contestó.
En una nave industrial, le quitaron la capucha, mientras alguien le entregaba siete e-mails impresos, eran los informes de su vecino sobre la actividad diaria. En el último de ellos decía: “acaba de enviar un mensaje a una persona, no conocida por la organización para que venga a liberarle, se ha dado cuenta de que se oculta en el piso de nuestro último objetivo”.