Santa Bárbara bendita
Hay quien diría que no es para tanto, pero no tendría la conciencia tranquila si no saco a la luz aquello que me ha ocurrido hoy día cuatro de diciembre de dos mil dieciséis. Pido a santa Bárbara bendita que interceda por mí. Solo la patrona de la pólvora podrá hacer que mi corazón no explote, ante tanta maldad que se ha instalado en mí. Al menos eso es lo que me han hecho saber en el hospital.
—Intente tranquilizarse señor. —Me dijo la enfermera.
—¿Cree usted que puedo?
Ella me miraba con recelo, mientras nerviosa anotaba algo en una hoja.
—Disculpe usted, Señor López. No querría meterme en aquello que excede de mi trabajo en este hospital, pero ¿es verdad lo que dice la Policía?
—No. —Le contesté queriendo zanjar de una vez aquella conversación incómoda.
—Falta el informe del doctor, pero creo que le dará el alta en un par de horas como mucho. —Dijo sin siquiera mirarme a la cara, para después salir apresuradamente de la habitación.
En ese momento entró uno de los dos policías que aguardaban en el pasillo. Él, a diferencia de la enfermera, parecía tranquilo, como si estuviese acostumbrado a tratar con gente como yo. Se acercó a mi cama, y al oído me susurró.
—¡Qué huevos has tenido!
Levanté la cabeza, y pude ver en sus ojos una señal de admiración. Quizás yo era un héroe para él, y en cambio para la enfermera era un monstruo. Me di cuenta que aquel policía, aunque aprobaba mi acción, sabía que tal reconocimiento había de llevarse en secreto. Pues de otra forma, no había motivo para decírmelo al oído, e inmediatamente apartarse de mi lado para dirigirse hacia donde estaba su compañero.
—Siempre nos toca tratar con lo peor de la sociedad, le decía el otro con una voz aguda desde el pasillo.
En ese momento empecé a sentir dolor en mi muñeca, me habían apretado demasiado las esposas.
—Quítenme esto de aquí. —Les grite.
No hubo respuesta, ahora parecía que hablaban del partido del Barça-Madrid. Mi mente retrocedió diez horas, exactamente a las 6:41, allí estaba yo esperando a que llegaran las ocho de la mañana, sin motivo me había presentado con una hora y veinte minutos de antelación. Quería verla. Me senté a la puerta. La gente que pasaba a mi lado me miraba, tal vez pensaran que era un borracho que había quedado tirado en la madrugada. Una señora mayor, me alargó una moneda, yo la rechacé.
—Si quiere le traigo un café, ya está abierto el bar de la esquina. Así verá que calentito va a estar.
—No, Señora. No quiero nada.
Ella se alejaba mientras yo hacía recuento de lo que había metido en mi mochila. Estaba todo. No podía fallar. Ella, no podía seguir impasible ante tanta muerte.
A las ocho menos diez, abrieron la puerta. Esperé unos minutos a quedarme solo en el interior, allí por fin estábamos los dos. La miré fijamente a los ojos. Pensé que nunca nadie pudo haber creado esa mirada tan hermosa. Coloqué lo que llevaba preparado en mi mochila a sus pies y encendí la mecha. Al salir tropecé con la señora que me traía un café y de repente todo se vino abajo. En el suelo, empecé a cantar:
“En el pozo María Luisa, tranlarará, tranlará, tranlará, murieron cuatro mineros. Mira, mira Maruxiña mira, mira como vengo yo”.
Dos hombres se abalanzaron sobre mí.
—¿Qué has hecho, animal? – Me decía uno de ellos.
—¡Era tan bella! – Le respondí.